LA MADAME � III �
Fue as� que el espa�ol encontr� a Beatriz.
Un d�a, cuando lleg� a la casa, acudi� a su encuentro una
Madame enternecida que le anunci� que Ana estaba ocupada, por lo que se ofreci�
a consolarlo casi como si se tratara de un marido defraudado. El espa�ol dijo
que esperar�a. Madame continu� sus insinuaciones y sus caricias. �l pregunt�:
-- �Puedo mirar?
Todas las habitaciones estaban acondicionadas para que los
aficionados pudieran observar a trav�s de una abertura disimulada. De vez en
cuando, al espa�ol le gustaba ver como se comportaba Ana con sus visitantes.
Madame le condujo junto al tabique, donde le escondi� tras una cortina, y le
permiti� mirar no sin cierta desilusi�n por su parte.
Hab�a cuatro personas en la habitaci�n: un hombre y una mujer
extranjeros, vestidos con discreta elegancia, observaban a dos mujeres que
ocupaban la amplia cama.
Una de ellas, llena y de tez oscura, era Ana, que yac�a
tumbada cuan larga era en el lecho. Sobre ella, a cuatro patas, estaba, una
magn�fica mujer de cutis marfile�o, ojos verdes y cabello largo, espeso y
rizado. Sus senos eran puntiagudos; su cintura, extremadamente delgada, se abr�a
en un amplio despliegue de caderas. Sus formas le daban el aspecto de haber sido
moldeada por un cors�. Su cuerpo ten�a una suavidad firme y marm�rea. Nada en
ella era flojo ni colgante, sino que la animaba una fuerza oculta, como la de un
puma; sus gestos eran vehementes y extravagantes como los de las mujeres
espa�olas. Se llamaba Beatriz.
Las dos formaban una pareja perfecta, sin gazmo�er�as ni
sentimentalismos. Mujeres de acci�n, que exhib�an una sonrisa ir�nica y una
expresi�n corrompida.
El espa�ol no pod�a afirmar si fing�an gozar o lo hac�an de
verdad, tan precisos eran sus gestos. Los extranjeros deb�an haber solicitado
ver a un hombre y a una mujer, lo que coloc� a Madame en un compromiso. Beatriz
se hab�a tenido que atar un pene de goma que ten�a la ventaja de no ponerse
nunca fl�cido. Hiciera lo que hiciese, el pene segu�a en erecci�n, surgiendo de
su vello femenino como si estuviera all� clavado.
Acuclillada, Beatriz no deslizaba esa virilidad postiza
dentro, sino entre las piernas de Ana, como si estuviera batiendo leche, y Ana
contra�a sus extremidades como si la estuviera excitando un hombre de verdad.
Pero Beatriz no hab�a hecho m�s que empezar. Parec�a empe�ada en que Ana s�lo
sintiera el pene desde fuera. Lo sosten�a como el llamador de una puerta.
Accion�ndolo con suavidad contra el vientre y los costados de Ana. Luego,
cari�osamente, la excitaba toc�ndole el vello y el extremo del cl�toris. Al fin,
Ana brinc� un poco; Beatriz repiti� la operaci�n y de nuevo brinc�. La mujer
extranjera, como si fuera miope, se inclin� un poco a fin de captar el secreto
de aquella sensibilidad. Ana se revolvi� con impaciencia y ofreci� su sexo a
Beatriz.
Tras la cortina, el espa�ol sonre�a ante la excelente
exhibici�n de Ana. El hombre y la mujer estaban fascinados. Permanec�an junto a
la cama con los ojos dilatados. Beatriz les pregunt�:
.. �Quieren ustedes ver como hacemos clamor cuando nos
sentimos perezosas- y orden� a Ana
-: Vu�lvete.
Ana se volvi� del lado derecho. Beatriz se ech� junto a ella.
Ana cerr� los ojos. Entonces con las dos manos, Beatriz se abri� paso, separando
la carne morena de las nalgas de Ana, hasta que pudo deslizar entre ellas el
pene. Ana no se movi�. Permiti� que Beatriz empujara. De repente, dio una
sacudida como la coz de un caballo. Beatriz como para castigarla se retir�.
Pero el espa�ol vio ahora el pene de goma resplandecer, casi
como uno real, todav�a triunfante y erecto.
Beatriz reanud� la tortura. Toc� la boca de Ana con la punta
del pene, y despu�s sus orejas y su cuello, hasta que lo dej� descansar entre
sus senos. Ana los junt�, el uno contra el otro, para sostener el miembro. Se
movi� para unirse al cuerpo de Beatriz y restregarse contra ella, pero Beatriz
se mostraba evasiva ahora que su compa�era se estaba poniendo salvaje. El
hombre, inclin�ndose sobre ellas, empez� a manifestar inquietud. Quer�a
arrojarse sobre las mujeres. Pese a que su rostro estaba sofocado, su compa�era
no se lo hubiera permitido
De pronto, el espa�ol abri� la puerta y con una reverencia,
dijo:
--Buscabais a un hombre; aqu� estoy.
Se deshizo de la ropa. Ana lo contemplaba con agradecimiento
y el espa�ol se dio cuenta de que estaba ardiente. Un par de virilidades la
satisfar�an m�s que aquella atormentadora y huidiza. Se lanz� entre las dos
mujeres. Mirara hacia donde mirase la pareja de extranjeros, ocurr�a algo que
los cautivaba. Una mano separaba las nalgas de alguien y deslizaba un dedo
inquisitivo. Una boca se cerraba sobre un pene saltar�n y en posici�n de carga.
Otra boca engull�a un pez�n. Los rostros eran cubiertos por senos o enterrados
en vello p�bico. Las piernas se cerraban sobre una mano escrutadora. Un
reluciente y h�medo pene aparec�a y se sumerg�a de nuevo en la carne. La piel
marfile�a y el cutis agitanado se aovillaban con el musculoso cuerpo del hombre.
.